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Río abajo en el Amazonas

A pesar de los obstáculos del idioma, en medio del Amazonas se forjan amistades, con ayuda del fútbol y un par de cervezas.

EN EL RIO AMAZONAS, Brasil — Era el viaje que siempre había querido realizar, y ni siquiera la copiosa lluvia, los días de monotonía interminable y todo tipo de insectos voladores pudieron restarle interés a lo fantástico de este viaje Amazonas abajo.
Amazonas. Desde que era niño en Escocia la región del Amazonas me llamaba con promesas de inmensos ríos y selvas inhóspitas, los gritos de los monos y papagayos de brillantes colores, un calor infernal y aguaceros tropicales. La propia palabra Amazonas, al igual que la Siberia y el Pacífico, rezumaba salvajismo, retos y grandeza. Y ahora estaba aquí, frente a frente con este magnífico río.
Mientras permanecía de pie en el atracadero del pueblo brasileño de Tabatinga, mirando las pequeñas embarcaciones avanzar trabajosamente contracorriente, llenas de bananas verdes y pescados color plata, pensé en los conquistadores españoles, para quienes el sólo mirar el río “los llenó del mayor temor”.
Leí sus históricos recuentos y me di cuenta que el río ha cambiado poco en los siglos transcurridos desde entonces. Mientras lanzaba mi mochila a bordo del Bandeirante II un miércoles de mayo por la mañana, aún había islas de hierba que avanzaban hacia el Atlántico, y los indígenas todavía remaban resueltamente en canoas construidas de árboles ahuecados. Lo que había cambiado eran las embarcaciones que navegaban por lo que se conoce como el Solimoes. (El río toma el nombre de Amazonas en Manaus, donde el Solimoes se une con el Río Branco.)


Las embarcaciones como el Bandeirante son los autobuses y transbordadores del Amazonas. Al no haber carreteras, el río es la única vía de transporte para personas y mercancía, y las embarcaciones se desplazan repletas de cemento, azúcar y piedras de hielo. El Bandeirantes va repleto de pasajeros, y cuando suena la sirena y nos alejamos despacio del atracadero ese miércoles de tarde, en la segunda cubierta ya hay 48 hamacas tendidas, tan cerca unas de otras que chocan entre sí con el vaivén de las olas.
Mientras el barco marcha río abajo, una sorprendente sensación de comunidad se deja sentir, no sólo entre los extranjeros sino entre los foráneos y los brasileños, que parecen verdaderamente interesados en los visitantes. Algunos invitan a sus huéspedes a compartir una banana o zumo de frutas, y través de la barrera del idioma comienzan a filtrarse las sonrisas y gestos típicos de una buena amistad.
Un sargento retirado del ejército brasileño se dio cuenta que yo llevaba puesta una camiseta del equipo de fútbol de Marruecos, y aunque no hablaba inglés, hicimos lo posible por debatir el fracaso de Brasil en la Copa Mundial del año pasado. Un vendedor de calzado deportivo que se dirigía a visitar a unos clientes se unió a la conversación, y me preguntó si yo tengo un kilt, la típica falda a cuadros. Edson, un buscador de oro que regresaba de visitar a su familia en Tabatinga, estaba dispuesto a enseñarme portugués, si yo le daba lecciones de inglés. Varios de los hombres querían saber si la hermosa estudiante danesa que se mecía en una hamaca junto a ellos era mi novia. Desafortunadamente, tuve que decirles que no.
Ya había hecho algunos amigos y finalmente había dejado de llover, cuando varios decidimos subir al puente superior para ver cómo marchaba el viaje. Aunque la oscuridad era total, unos cuantos se habían reunido en el pequeño bar, donde tomaban cerveza y comían emparedados de huevo frito. Un hombre vestido con el uniforme del equipo nacional de fútbol de Brasil se acercó al capitán ¾que también hacía las veces de cantinero y cocinero¾ y unos momentos después apareció un televisor y el primer maestre fue despachado al techo del puente para colocar correctamente la antena parabólica.
La noticia se diseminó como reguero de pólvora, y a los pocos minutos una pequeña muchedumbre ¾la mitad pasajeros varones y la otra mitad toda la tripulación¾ se concentró frente al televisor, embrujados por un partido crucial de desempate del campeonato nacional brasileño. Yo no podía creer que estaba mirando un juego de fútbol en vivo en una embarcación que navegaba río abajo por una de las áreas más remotas de las Américas. Las historias del amor de los brasileños por el fútbol no son en absoluto exageradas.
Momentos después de concluir el primer tiempo comenzó llover otra vez, y bajé a acostarme. Considerando que estábamos a sólo tres grados al sur del ecuador, la noche estaba fresca. Sin embargo, me desperté bajo un cielo despejado y un calor y luminosidad que me impedían estar mucho tiempo bajo el sol. Sólo subía al puente superior al amanecer y al anochecer, cuando estaba fresco y el río ofrecía sus vistas más espectaculares. Las puestas de sol eran insoportablemente bellas: una explosión de rojos y ocre en un espectáculo grandioso de 30 minutos que anunciaba la grandeza del Amazonas.
Observar estos fenómenos sucederse a nuestro alrededor era todo lo que había que hacer. Pasé la mayor parte de los tres días leyendo o mirando perdidamente la espesa pared de árboles que se levanta en las lejanas orillas, y las oscuras aguas del río. No había presión ni estrés. El único ruido era el monótono rotar del motor del barco. Estábamos literalmente en medio de no se sabe dónde; ni siquiera se podía ver la famosa fauna que habita en estos parajes. El río es tan ancho y la jungla de las orillas tan espesa que no había muchas oportunidades ver animal alguno. En cierto punto nos acercamos bastante a una orilla, casi a 100 metros, y pudimos escuchar los ruidos de los monos y aves. Pero excepto los buitres que sobrevolaban el barco, el único animal salvaje que pude ver fue un delfín rosado.
Después de tres días de navegación, el viaje se hizo aburrido. La lluvia no había dejado de caer, el río se había anchado varios kilómetros y había menos que ver. Entonces, el sábado a eso de las 8:30 de la noche, casi un día antes de lo esperado, los brillantes luces de Manaus nos alegraron el espíritu. El sargento gritó con alegría “¡Manaus!”, y nos aferramos al pasamanos mirando hacia el familiar resplandor naranja de las lámparas del alumbrado público, y las luces de algo que no habíamos visto durante varios días: automóviles.
Mi radio captaba nuevamente algunas ondas y supe que nos acercábamos a la civilización cuando, de repente, el ritmo de las Spice Girls comenzó a brotar de la bocina. Fue suficiente para hacerme mirar a los cielos. Por lo menos había dejado de llover.