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Surfing en Costa Rica

A pesar de los problemas de infraestructura, Costa Rica atrae a surfistas, pescadores deportivos y golfistas de Estados Unidos y Europa.

EN EL GOLFO DE NICOYA, Costa Rica — Si el adagio que afirma que el viaje a un destino es más enriquecedor que el lugar mismo necesita una excepción, Costa Rica es el lugar ideal.
Porque debido a toda su belleza natural, la llamada Suiza de Centroamérica todavía se caracteriza por carreteras llenas de huecos que en la temporada de lluvias se convierten en piscinas para niños, señales de tránsito tan ambiguas como crípticas y direcciones tan poco precisas como “a tantos metros de tal o mas cual lugar”.
La barrera final en el camino al paraíso es la propensión de los ticos a depender en exceso de los rumores y la fantasía en el momento de ofrecer consejos para conducir.
Así que fue gracias a la curiosidad más que a la información que logré entrar en una de las tres rutas de trasbordadores que cruzan el majestuoso Golfo de Nicoya en mi viaje más reciente a encontrarme con las cálidas y violentas olas que rompen contra los 464 kilómetros que el país comparte con el Pacífico.
Varios empleados del Hotel San Gildar, cerca de San José, la capital, me habían asegurado que el trasbordador vehicular de Puntarenas a Paquera, en el extremo sureste del país, ya no funcionaba. Un agradable crucero de 80 minutos resultó más agradable aún al saber que los 20 kilómetros de desvío de la ruta principal de Nicoya me ofrecían una buena alternativa escénica.
En media hora más ya estaba instalado felizmente en el hotel Tambor Tropical, al estilo de Tahití, un de tres instalaciones de alta calidad alrededor del pueblo de pescadores de Tambor, junto a la Bahía Ballena. Con sus aguas pantanosas y tranquilas, aquí no se viene a hacer surfing. Sin embargo, un puñado de pueblitos similares que ofrecen una amplia gama de servicios hoteleros ¾ incluido un campo de golf¾ e islas desiertas de arenas blancas más al oeste, han hecho esta zona del país popular entre los hippies norteamericanos y europeos, así como entre los golfistas y pescadores deportivos con buenos recursos.
Es en Cabo Blanco y Mal País, el extremo sudoccidental del Nicoya, donde reinan los fuertes vientos y donde las olas del Pacífico comienzan a tomar esa forma tubular que atrae a miles de surfistas del mundo el año entero. Cabo Blanco es también la primera reserva natural del país, un parque nacional de 1.172 hectáreas establecido en 1963 para proteger la pequeña población de monos, ocelotes, venados y pecaríes del noroeste. Hoy Costa Rica, con casi el 25% de su territorio bajo la protección de reservas, se considera el líder mundial en los esfuerzos por reducir la pérdida de bosques tropicales.
Unos 70 kilómetros más al norte a lo largo de la costa oeste de Nicoya está Tamarindo, sede de otra reserva, en este caso de tortugas, y base de surfistas que vienen a probar las olas de las cercanas Playa Grande, Playa Negra y Avellanas. La villa se ha transformado en los últimos años de un tranquilo pueblito de pescadores en un centro turístico de sabor europeo para todos los gustos y presupuestos. Aquí los visitantes pueden cenar en restaurantes auténticamente italianos y hospedarse en hoteles suizos, además de disfrutar de una piña colada en numerosos bares junto al mar, al hipnótico ritmo del reggae jamaiquino.
Una gran proliferación de tiendas especializadas en equipamiento para surfing y pesca refleja el atractivo del área para muchos aficionados estadounidenses de ambos deportes. Los surfistas se entregan a la violencia de las olas en Playa Grande, Playa Negra y Avellanas, y los pescadores se dedican a capturar agujas, dorados y pargos. Cerca de Playa Flamingo se considera que está el centro de pesca deportiva de Costa Rica.
La buena reputación y las excelentes instalaciones están muy bien, pero si la Madre Naturaleza no coopera, el viaje mejor planeado puede fracasar. No sólo las olas eran mínimas, sino que los vientos del norte impedían cualquier posibilidad de mejoría. Incluso en Playa Grande, una de esas esquinas especiales donde las buenas olas nunca fallan, no estaba al nivel de sus mejores días.
Con el agotamiento de mi biblioteca de viajes y la falta de ideas frescas en el bar de la piscina del fabuloso Hotel Capitán Suizo, ya comenzaba a pensar en un viaje al sur, donde las olas parecían cobrar fuerzas.
Sin embargo, al final del tercer día, varias tormentas provenientes del oeste comenzaban a generar buenas olas. Hubo una, difícil de distinguir en medio del fuerte aguacero de la tarde, que se elevó casi un metro y me llevó a la orilla, y a darme cuenta de que en Costa Rica una buena ola nunca está lejos.
Dos días después, mientras disfrutaba olas de cerca de un metro y medio durante la marea baja en Avellanas, trabé conversación con un surfista californiano que aprovechaba las ventajas que ofrecían muchos operadores turísticos estadounidenses.
Era su primera visita a Costa Rica y sus primeros momentos en sus famosas olas.
“Esto es el paraíso”, dijo.
“Uno mira el mapa y piensa, ‘aquí hay una ola, allí otra’, y otra’”.
Y así es. Desde las playas y arrecifes de Nicoya, hasta los puntos rompientes en la costa del Pacífico, un viajero con una tabla y un vehículo todoterreno nunca está lejos de una buena ola, o al menos de un tramo de playa sin mucha gente.
La legendaria Roca Bruja, en el Parque Nacional Santa Rosa, con frecuencia se describe como la playa de surfing más perfecta del mundo. Sin embargo, lo difícil de su acceso, particularmente en la temporada de lluvias, significa que rara vez hay muchos surfistas allí.
Incluso la costa del Caribe desafía toda lógica, haciendo las veces de una zona de impacto de 120 kilómetros por cada centímetro de ola que logra llegar hasta las numerosas islas y barreras de coral en la Cuenca del Caribe. Salsa Brava, un rompiente coralino frente a Puerto Viejo, no lejos de la frontera panameña sobre la costa del Caribe, se considera la cuna de algunas de las olas más grandes del mundo.
Decidió concluir el viaje con una visita al hermoso Parque Nacional Manuel Antonio, donde los monos todavía abundan, y el cercano poblado de Quepos permite echar un vistazo al pasado colonial de Costa Rica, mientras se convierte con toda rapidez en el segundo centro de pesca deportiva del país.
Mientras disfrutaba tranquilamente del mar en la playa de la ciudad, me encontré con un costarricense que acababa de terminar su turno de trabajo en uno de los muchos hoteles de la zona. ¿Estaba harto de tratar con turistas, de tener que atender a sus miles de deseos? No, de eso nada. Lo que sentía por ellos era pena. El vivía aquí, y ellos tenían que regresar a sus países.