Saltar al contenido

Recordando Cancún

Sol bueno, y temor al viento. Cómo este paraíso de sol y diversión fue testigo de una atemorizante vigilia ante la llegada de un huracán.

Por ANDREW DOWNIE*

El avión aterrizó a las 4 p.m. bajo un hermoso cielo caribeño. Cuando, una hora después, subimos a nuestro auto alquilado, la negrura había barrido amenazadoramente el típico azul de las alturas. Había una intranquila calma chicha, e instintivamente supe lo que significaba “la calma antes de la tormenta”.
El huracán Mitch ya estaba en camino y, mientras salíamos del aeropuerto por una autopista moderna que bordea la famosa laguna de Cancún, comenzaba a hacerse sentir. Entonces llegó la lluvia, a cántaros. En determinado momento golpeaba con tanta fuerza que no podíamos ver por la ventanilla, y un segundo después se había detenido como si alguien hubiese cerrado un grifo enorme.
El aeropuerto estaba lleno de turistas que trataban de salir de la zona a toda costa, mientras yo llegaba armado con una vieja chaqueta de cuero y una sombrilla a manera de protección contra los elementos, y una computadora para escribir y enviar mis crónicas. Tenía miedo; nunca había experimentado algo más severo que una tronada y, sin embargo, estaba aquí, haciendo todo lo posible por obstaculizarle el camino al cuarto ciclón más fuerte del que se haya tenido noticia.
Mientras nos acercábamos a la ciudad, la radio que escuchábamos recitaba una lista de refugios e informaba dónde había problemas y qué zonas habían quedado sin electricidad. De repente, esta ciudad, que nació para la diversión, se vio sobrecogida por un manto de miedo.
Era algo muy distinto al Cancún de los folletos turísticos. Cuando el tiempo coopera —el sol sólo se ausenta unos 54 días al año— Cancún es un lugar maravilloso. Y así debe ser. Construido de la nada hace menos de 30 años en lo que era una isla desierta en el norte de la Península de Yucatán, Cancún es una obra de ingeniería maravillosa. Los urbanizadores rellenaron los ríos que desembocaban en la laguna, y desde entonces la zona se ha convertido gradualmente en el mayor centro turístico de México. Más de una tercera parte de los US$7.750 millones anuales en ingresos que recibe México por concepto del turismo provienen de Cancún.
Las bellezas naturales del área son la clave, pero la infraestructura es el complemento perfecto, especialmente en comparación con otros centros turísticos mexicanos. De muchas maneras, Cancún es más estadounidense que mexicana. Se ha convertido en un Miami, un San Diego de los trópicos, un oasis de urbanización en una nación subdesarrollada. Las carreteras están pavimentadas y conducen a cientos de restaurantes, clubes de golf y parques temáticos donde los niños pueden jugar con los delfines o deslizarse por canales acuáticas. Aunque los mexicanos van a Cancún, el centro recibe en lo fundamental a turistas extranjeros, en particular de Estados Unidos y Canadá.
Los precios son en dólares y todo está concebido para el turista foráneo. El pinchadiscos de Carlos y Charlie —una famosa discoteca donde a los que pierden en los numerosos juegos del bar los lanzan a la laguna— toca piezas de rock y en los televisores lo que se ve es ESPN o CNN.
El transporte, por lo menos en la zona hotelera, es ejemplar. En Cancún hasta los conductores de autobús hablan inglés. A veces puede resultar abrumador, si uno no sale de la zona turística, que a pesar de su modernidad es una fila inacabable de opciones para gastar dinero.
Nuestro hotel, uno de los 137 de Cancún, es un ejemplo de primera mano. Pero el dinero compra profesionalismo y estábamos bien informados sobre las precauciones a tomar ante la llegada del huracán. Y la gente de Cancún sabía lo que hacía. Habían aprendido una dura lección en septiembre de 1988, cuando el huracán Gilbert dañó varios hoteles y arrastró al mar más de 10 millones de la famosa arena blanca de sus playas. Esta vez todos estaban preparados. Ya habían designado un moderno centro de convenciones y unos cuantos hoteles lejos de la playa para recibir a los turistas que trataban de protegerse de la tormenta.
Pero las precauciones no fueron un final prematuro al ambiente festivo. Después de todo, Mitch todavía estaba un poco lejos. Unos cuantos restaurantes habían cerrado, pero con tantos más para escoger, siempre había donde pasarla bien a pocos pasos de distancia. En vez de despachar una docena de tequilas en cualquiera de los numerosos bares abiertos, decidimos pasarla en el más tranquilo Yuppies Sport Cafe.
Las calles estaban tranquilas cuando regresamos al hotel, donde encontramos el recibidor vacío de turistas pero repleto de enormes cajas de equipo y personal de CNN, y un puñado de aventureros que se habían quedado a presenciar la posible destrucción del edificio. Como ya conocíamos Cancún de alborotados fines de semana en otros tiempos, la atmósfera nos parecía irreal. Ya no había autobuses en las calles y la zona turística estaba muerta. En nuestra habitación nos dimos cuenta que empleados del hotel habían entrado y enrollado las alfombras, anticipando que el agua llegaría al segundo piso e inundaría las habitaciones. Nos fuimos a la cama temiendo lo peor.
Pero nos levantamos asombrados ante un cielo azul y una brisa ligera. Mitch, la tormenta zizagueante, había decidido atacar a Honduras.
Los operadores de turismo aprovecharon rápidamente la situación tratando de llenar los espacios vacíos que dejaron las hordas que habían abandonado la zona el día anterior. A las pocas horas, cientos de turistas se tostaban al sol junto a las piscinas, mientras jóvenes escasas de ropa patinaban por las principales avenidas. Cancún había recuperado su identidad.

* Andrew Downie es un periodista escocés que ha vivido nueve años en América Latina, los últimos cuatro en México. Ha viajado por todo el continente y ha escrito para publicaciones como The New York Times, Reuters, Esquire, GQ y Conde Nast Traveler.